Hoy comencé el Camino de Santiago. A las seis de la mañana, con la niebla aún abrazando los tejados de Saint-Jean-Pied-de-Port, di mis primeros pasos. Mi mochila parecía más pesada de lo que recordaba en casa, y mi corazón latía entre emoción y un poquito de miedo. ¿Realmente voy a caminar tantos kilómetros? Pero ya no había vuelta atrás.
La subida hacia los Pirineos fue dura. El paisaje, sin embargo, lo compensaba todo: verdes infinitos, vacas curiosas y ese silencio tan raro, que solo se rompe con el canto de los pájaros o el crujido de mis botas sobre la tierra. En algunos momentos me sentí sola, pero al cruzarme con otros peregrinos, bastaba una sonrisa o un “Buen Camino” para sentirme acompañada.
Llegar a Roncesvalles fue como un pequeño milagro. El cuerpo cansado, los pies protestando, pero la satisfacción… inmensa. Dormiré en un albergue por primera vez, rodeada de personas que también han decidido caminar, buscar, encontrar. Mañana será otro día. El segundo de muchos. Pero este primer día ya ocupa un lugar especial en mi corazón.